sábado, 3 de mayo de 2008

14 de febrero: tan generoso como inédito

A los catorce días de febrero último, alguien en el canal preguntó si se iba a hacer una nota por el Día del amor y la amistad. “Si es así, que ni piensen en mí”, me decía.
Como cualquier persona tengo mis preferencias y rechazos. Y en el caso del 14, me satura el hecho de escuchar, ver y leer en los medios datos sobre esta fecha, o toparme en cada esquina con una rosa, un peluche o un globo con forma de corazón. Adversario de lo común y tenaz en aceptar que los medios siempre deben “sintonizar” con la gente, admito que mi actitud también puede ser el hecho de no tener enamorada. Pero así de apático estaba.
Finalmente, el fantasma de hacer una nota sobre el 14 se esfumó, y pensaba en un día habitual. Pero sin haberlo previsto, terminé en una Fiesta de Mormones.
Toda mi vida escuché críticas contra los festejos mormónicos al punto que ni bien mi amigo Fernando me lanzaba la invitación, yo me negaba. Pero cuando escuché con más atención cómo sería el tono, un tono no carnavalero, sino por el 14 de febrero, decidí acudir.
Y cosa diferente. La fiesta que organizan los mormones es hecha a mi medida. Nadie toma cerveza, nadie fuma, ni un borracho te empuja al pasar, la música es buena, y lo mejor: ninguna chica te chotea para salir a bailar. Es la fiesta de mis sueños.
“Te va a gustar”, me advertía Carla, adherida a esta religión y quien invitó a Fernando, cristiano pero no mormón. Ella nos recibió entusiasmada con la presencia de dos nuevos investigadores, como se les llama a los que están conociendo la religión.
Tuvimos problemas para ingresar a la fiesta, porque a pesar que cumplimos con la vestimenta formal, no vestimos corbata. “Bueno, que entren pero bajo su responsabilidad, hermano…”, le dijo ásperamente uno de los líderes al controlador de puerta.
La pista de baile estaba repleta y la juerga se respiraba en cada asistente. De arranque entendí que no era una Fiesta conservadora ni aburrida.
Y cuando pensaba que todo sería desconocido para mí, a lo lejos veo a Alex, un discotequero disimulado, que se echa sus tragos. “¿Qué haces aquí?”, le pregunté con ironía. “¿Tú qué haces aquí?”, me quiso atarantar. “Fuera. Tú vas a discotecas y eres borracho…. Jajaja… No sabía que eras mormón”, le dije. “Sssssshhhhhhhhh… ¡No hagas roche, huevón! Claro que te dije que era mormón, pero no al 100 %. Tengo mis ratos”, explicó.
Mientras miraba de reojo a Alex y aún no se me acababa la risa, Carla me sacó a bailar “Cali pachanguero”. “¡Vamos, baila!”, me decía con el ánimo de reducir la timidez que muestro cuando llego a un baile.
“¿También bailan reggaetón?”, inquirí. “Sí. De todo”. “¿Así? O sea que también le entran al perreo chacalonero…”. “Nooooo… No te pases”.
Al rato, nuestra anfitriona llegó con galletas y gaseosas para sus dos investigadores. Yo estaba muy cómodo y me preguntaba por qué en las celebraciones ordinarias es ley que circule alcohol.
Fernando también estaba a gusto, aunque para él el trago es indispensable. “Me hace acordar a una fiesta infantil”, me confesó en el baño.
Lo malo es que el tono ya se acababa. Como manda la norma en estas fiestas, las 12 de la mañana en punto era la hora límite. El presidente de los feligreses dio quince minutos más de prórroga para evitar que su gente se le vaya encima o lo mire mal. Pero no había tiempo para más.
Y para que no quede duda del saludable ánimo fiestero, un grupo de diez la “seguimos” en el “Rockys”. Fue entonces que Carla se me lanzó a punta de preguntas y opiniones sobre cuestiones de fe.
Me dio una guía de cómo debe vestirse el mormón; y en su casa, me regaló el Libro del Mormón y me habló acerca de aquel. Su discurso era extenso hasta que Fernando, más agobiado que yo, interrumpió. “Carla, lo que pasa es que mi amigo no va con esas cosas… Está bien, él es católico y todo lo que quieras, pero no va…”
Ella me miró preocupada, y le correspondí con una mirada igual de preocupada. “Carla, discúlpame… Respeto tu religión, y te tolero. Y no es como dice Fernando, porque yo no soy católico ni cristiano, soy agnóstico y no creo que puedas convencerme”.
Me miró aún más sorprendida y me pidió que le explique en qué creía entonces si no era en Dios. Miré el celular y le dije que eran las 3 de la mañana. No es momento de discutir; le ofrecí hablar luego. Ella comprendió y se despidió con la esperanza de convencerme días después. Y hasta ahora no hemos vuelto a hablar. Y no creo que sea necesario. Yo ya hablé con el Libro del Mormón que me entregó y lo único de Mormón que tengo, es no gustarme el trago ni el humo. Pero mil gracias Carlita por ese 14 tan generoso como inédito.